ESPAÑA ANTE EL ESPEJO DE LA CORRUPCIÓN.
Manfred Nolte
La corrupción es una lacra histórica. Ya en la antigua Roma el término corrupción aludía,
etimológicamente, a la descomposición, alteración y falsificación de los actos o
contratos a través del soborno y la seducción de administradores de la cosa pública.
Roma publicó leyes severas en virtud de las cuales a los funcionarios corruptos se les
cortaba la nariz y se les introducía seguidamente en un saco para ser arrojados al mar.
Tanto más dura era la pena cuanto más alto era el cargo que abusaba de su posición
para procurarse prebendas. Corruptio optimi, pessima, decía la máxima: la corrupción
del mejor es la peor, y debía ser tenazmente perseguida.
La corrupción sigue siendo una de las mayores lacras institucionales de España, un
fenómeno persistente que erosiona la confianza pública y debilita el Estado de derecho.
El último Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) de 2024, publicado por
Transparency International, confirma un retroceso preocupante: España ha descendido
cuatro puntos respecto al año anterior, situándose en 56 sobre 100 y bajando diez
posiciones en la clasificación mundial hasta el puesto 46 de 180 países.
Antes de valorar los resultados, conviene detenerse en el papel de Transparency
International. Fundada en 1993, esta ONG se ha convertido en referencia global en la
medición y denuncia de la corrupción. Su independencia, su cobertura mundial y su
metodología basada en múltiples fuentes de expertos y empresarios le han otorgado
una autoridad considerable. No obstante, el IPC mide percepciones de corrupción, no
hechos jurídicamente probados, lo cual introduce un inevitable margen de subjetividad.
Aun así, su índice es aceptado como brújula por gobiernos, instituciones multilaterales y
analistas de todo el mundo.
1
En el caso de España, el retroceso registrado no es anecdótico. Desde el máximo relativo
alcanzado en 2019, con 62 puntos, el deterioro ha sido paulatino. La edición 2024 lo
atribuye al estancamiento en las reformas anticorrupción, a la politización de
instituciones clave y a la falta de transparencia en la gestión pública. El debilitamiento
de organismos de control en algunas comunidades autónomas y los reiterados
escándalos que afectan a responsables públicos contribuyen a este panorama sombrío.
Comparativamente, España se aleja de los referentes europeos. Mientras países como
Dinamarca, Finlandia o Suecia se mantienen en las posiciones de cabeza —con
puntuaciones superiores a 80—, nuestro país se sitúa claramente por debajo de la
media de Europa Occidental y la Unión Europea, que ronda los 66 puntos. Incluso
naciones tradicionalmente menos favorecidas en esta materia, como Portugal,
presentan hoy índices de percepción mejores que los nuestros.
Sin embargo, este deterioro institucional contrasta con la escasa preocupación que
manifiesta la ciudadanía española por la corrupción. Según un reciente barómetro del
Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), correspondiente a diciembre de 2024, la
corrupción y el fraude ocupan apenas el noveno lugar entre los principales problemas
percibidos por los ciudadanos, con un 10,6 % de menciones, lejos de la vivienda (22,3
%), el paro (18,7 %) y la crisis económica (17,6 %). Aunque la inquietud por la corrupción
ha aumentado ligeramente respecto a meses anteriores —en parte debido a recientes
escándalos judiciales—, sigue sin figurar entre las prioridades más acuciantes de la
sociedad española.
Esta desconexión entre la gravedad objetiva del fenómeno y la percepción social
contribuye, sin duda, a su persistencia. La corrupción en España no escandaliza en
exceso a sus moradores, lo que debilita la presión pública necesaria para exigir reformas
efectivas y sostenidas en el tiempo.
La corrupción adopta múltiples formas: desde servidores públicos que exigen o reciben
favores a cambio de servicios hasta políticos que desvían fondos públicos u otorgan
contratos a sus allegados. Empresas que sobornan para lograr licitaciones, profesionales
que facilitan operaciones opacas o sistemas financieros diseñados para ocultar riqueza
ilícita son igualmente protagonistas. La corrupción prolifera en sectores variados —
salud, educación, infraestructuras o deporte— y evoluciona al amparo de cambios
legislativos, tecnológicos o institucionales. Se trata, en definitiva, de un fenómeno
versátil y resistente que encuentra siempre nuevas vías de expresión.
La reacción política ante los datos de Transparency International tampoco invita al
optimismo. En lugar de asumir la gravedad del diagnóstico y comprometerse a corregir
2
las deficiencias, algunas voces gubernamentales han optado por desacreditar al
mensajero, cuestionando la imparcialidad de la organización. Es una estrategia vieja y
conocida que, lejos de resolver los problemas, los agrava.
La corrupción no es solo un fenómeno judicial ni una cuestión de imagen exterior. Es,
ante todo, un factor de degradación interna: socava la calidad democrática, desalienta
la inversión, favorece la desigualdad y mina la cohesión social. Combatirla exige
voluntad política, robustez institucional y compromiso ciudadano. No basta con
proclamar tolerancia cero; es preciso reforzar los mecanismos de control, proteger a los
denunciantes, garantizar la independencia judicial y promover una cultura de
transparencia real.
España dispone de los instrumentos legales y administrativos necesarios para revertir
esta tendencia, pero necesita algo aún más difícil de conseguir: determinación sostenida
en el tiempo. La mejora en la percepción internacional no llegará por casualidad ni por
decreto, sino como fruto de una regeneración efectiva que hoy, lamentablemente, sigue
pendiente.
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ESPAÑA ANTE EL ESPEJO DE LA CORRUPCION REPTANTE.

  • 1.
    ESPAÑA ANTE ELESPEJO DE LA CORRUPCIÓN. Manfred Nolte La corrupción es una lacra histórica. Ya en la antigua Roma el término corrupción aludía, etimológicamente, a la descomposición, alteración y falsificación de los actos o contratos a través del soborno y la seducción de administradores de la cosa pública. Roma publicó leyes severas en virtud de las cuales a los funcionarios corruptos se les cortaba la nariz y se les introducía seguidamente en un saco para ser arrojados al mar. Tanto más dura era la pena cuanto más alto era el cargo que abusaba de su posición para procurarse prebendas. Corruptio optimi, pessima, decía la máxima: la corrupción del mejor es la peor, y debía ser tenazmente perseguida. La corrupción sigue siendo una de las mayores lacras institucionales de España, un fenómeno persistente que erosiona la confianza pública y debilita el Estado de derecho. El último Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) de 2024, publicado por Transparency International, confirma un retroceso preocupante: España ha descendido cuatro puntos respecto al año anterior, situándose en 56 sobre 100 y bajando diez posiciones en la clasificación mundial hasta el puesto 46 de 180 países. Antes de valorar los resultados, conviene detenerse en el papel de Transparency International. Fundada en 1993, esta ONG se ha convertido en referencia global en la medición y denuncia de la corrupción. Su independencia, su cobertura mundial y su metodología basada en múltiples fuentes de expertos y empresarios le han otorgado una autoridad considerable. No obstante, el IPC mide percepciones de corrupción, no hechos jurídicamente probados, lo cual introduce un inevitable margen de subjetividad. Aun así, su índice es aceptado como brújula por gobiernos, instituciones multilaterales y analistas de todo el mundo. 1
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    En el casode España, el retroceso registrado no es anecdótico. Desde el máximo relativo alcanzado en 2019, con 62 puntos, el deterioro ha sido paulatino. La edición 2024 lo atribuye al estancamiento en las reformas anticorrupción, a la politización de instituciones clave y a la falta de transparencia en la gestión pública. El debilitamiento de organismos de control en algunas comunidades autónomas y los reiterados escándalos que afectan a responsables públicos contribuyen a este panorama sombrío. Comparativamente, España se aleja de los referentes europeos. Mientras países como Dinamarca, Finlandia o Suecia se mantienen en las posiciones de cabeza —con puntuaciones superiores a 80—, nuestro país se sitúa claramente por debajo de la media de Europa Occidental y la Unión Europea, que ronda los 66 puntos. Incluso naciones tradicionalmente menos favorecidas en esta materia, como Portugal, presentan hoy índices de percepción mejores que los nuestros. Sin embargo, este deterioro institucional contrasta con la escasa preocupación que manifiesta la ciudadanía española por la corrupción. Según un reciente barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), correspondiente a diciembre de 2024, la corrupción y el fraude ocupan apenas el noveno lugar entre los principales problemas percibidos por los ciudadanos, con un 10,6 % de menciones, lejos de la vivienda (22,3 %), el paro (18,7 %) y la crisis económica (17,6 %). Aunque la inquietud por la corrupción ha aumentado ligeramente respecto a meses anteriores —en parte debido a recientes escándalos judiciales—, sigue sin figurar entre las prioridades más acuciantes de la sociedad española. Esta desconexión entre la gravedad objetiva del fenómeno y la percepción social contribuye, sin duda, a su persistencia. La corrupción en España no escandaliza en exceso a sus moradores, lo que debilita la presión pública necesaria para exigir reformas efectivas y sostenidas en el tiempo. La corrupción adopta múltiples formas: desde servidores públicos que exigen o reciben favores a cambio de servicios hasta políticos que desvían fondos públicos u otorgan contratos a sus allegados. Empresas que sobornan para lograr licitaciones, profesionales que facilitan operaciones opacas o sistemas financieros diseñados para ocultar riqueza ilícita son igualmente protagonistas. La corrupción prolifera en sectores variados — salud, educación, infraestructuras o deporte— y evoluciona al amparo de cambios legislativos, tecnológicos o institucionales. Se trata, en definitiva, de un fenómeno versátil y resistente que encuentra siempre nuevas vías de expresión. La reacción política ante los datos de Transparency International tampoco invita al optimismo. En lugar de asumir la gravedad del diagnóstico y comprometerse a corregir 2
  • 3.
    las deficiencias, algunasvoces gubernamentales han optado por desacreditar al mensajero, cuestionando la imparcialidad de la organización. Es una estrategia vieja y conocida que, lejos de resolver los problemas, los agrava. La corrupción no es solo un fenómeno judicial ni una cuestión de imagen exterior. Es, ante todo, un factor de degradación interna: socava la calidad democrática, desalienta la inversión, favorece la desigualdad y mina la cohesión social. Combatirla exige voluntad política, robustez institucional y compromiso ciudadano. No basta con proclamar tolerancia cero; es preciso reforzar los mecanismos de control, proteger a los denunciantes, garantizar la independencia judicial y promover una cultura de transparencia real. España dispone de los instrumentos legales y administrativos necesarios para revertir esta tendencia, pero necesita algo aún más difícil de conseguir: determinación sostenida en el tiempo. La mejora en la percepción internacional no llegará por casualidad ni por decreto, sino como fruto de una regeneración efectiva que hoy, lamentablemente, sigue pendiente. 3