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El giro transnacional en estudios latinoamericanos.
Una hoja de ruta
The Transnational Turn in Latin American Studies.
A Roadmap
Luis Roniger∗
Recibido: 29 de enero de 2025
Aceptado: 7 de abril de 2025
RESUMEN
ABSTRACT
El presente artículo subraya la relevancia de
integrar enfoques transnacionales en la investigación sobre estudios latinoamericanos.
Propone reconocer el impacto de fuerzas y
procesos que trascienden fronteras, los cuales
han moldeado históricamente a las sociedades de la región más allá de sus contextos locales.
Este enfoque transnacional no solo posibilita
el análisis de las diversas realidades estatales
desde una perspectiva país por país o mediante
enfoques comparativos y de relaciones internacionales, sino que también plantea la necesidad
de examinar América Latina como un espacio
interconectado. Solo a través de esta mirada
amplia será posible comprender de manera integral cómo se articulan las dinámicas locales
y nacionales con los procesos globales. Adicionalmente, el texto recoge aportes teóricos clave
que han impulsado esta línea de investigación y
ejemplifica su utilidad al delimitar áreas específicas —estudiadas en profundidad y desde una
temporalidad extensa— donde el análisis trans-
This article highlights the importance of integrating transnational approaches into research
on Latin American studies. It proposes to recognize the impact of forces and processes that
transcend borders, which have historically
shaped societies in the region beyond their local contexts. This transnational approach not
only enables the analysis of the various state
realities from a country-by-country perspective or through comparative and international
relations approaches but also raises the need
to examine Latin America as an interconnected space. Adding this perspective allows to
comprehensively understand how local and
national dynamics are articulated with global
processes. Additionally, the text reviews key
theoretical contributions that have driven this
line of research and exemplifies its usefulness by
delimiting specific areas—studied in depth and
from a long temporality—where transnational
analysis emerges as a central tool. These contributions reinforce the idea that this approach
∗
Wake Forest University, Estados Unidos. Correo electrónico: <
[email protected]>.
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Nueva Época, Año lxx, núm. 254 ⎥ mayo-agosto de 2025 ⎥ pp. 17-46⎥ ISSN-2448-492X
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nacional emerge como herramienta central.
Estas contribuciones refuerzan la idea de que
dicho enfoque enriquece tanto la metodología
como los marcos interpretativos en las ciencias
sociales.
enriches both the methodology and the interpretative frameworks in the social sciences.
Palabras clave: transnacionalismo; estudios
latinoamericanos; América Latina; Estados nacionales.
Keywords: transnationalism; Latin American
studies; Latin America; nation states.
Introducción
Este artículo propone un replanteamiento crítico de las dimensiones transnacionales inscritas en el devenir histórico de América Latina. El giro transnacional aquí defendido no
solo cuestiona metodologías historicistas y ciertos enfoques de las ciencias sociales que han
privilegiado al Estado nación como unidad analítica hegemónica, sino que además ofrece
un marco teórico para superar el reduccionismo de asumir correlaciones fijas entre: a) la
residencia territorial, b) los criterios de ciudadanía o membresía política y c) las identidades
nacionales. Tal enfoque evita caer en el error conceptual de naturalizar la convergencia automática entre estas tres dimensiones autónomas de la vida social, como si estas dimensiones
autónomas de la vida social convergieran de forma inherente y se fusionaran sin fisuras.
La perspectiva transnacional es necesaria en estudios latinoamericanos, ya que se presenta
como un complemento analítico a los estudios comparativos y de relaciones internacionales, al rastrear las múltiples formas en que las sociedades latinoamericanas —o sectores
específicos dentro de ellas— se influenciaron mutuamente de formas diversas. Esta óptica
puede contribuir al estudio histórico y sociológico de las zonas fronterizas; los contactos y
redes entre individuos y sectores de diferentes países, ya sean activistas, militares o criminales, entre otros; el papel y el impacto de los exiliados políticos, los migrantes, los viajeros
y los extranjeros que van y vienen a través de las fronteras estatales; el estudio de intercambios culturales y comerciales; las diásporas nacionales, religiosas o étnicas; la transferencia de
ideas e ideologías; o bien el estudio de movimientos sociales que actúan o impactan a varios estados, sociedades civiles y actores internacionales.
En cuanto a su estructura, el artículo comienza con un panorama de este giro transnacional en décadas recientes. Posteriormente, problematiza la noción de América Latina como
constructo regional argumentando que, aunque puede ser fácilmente deconstruida a partir
de la diversidad interna, la ambigüedad geográfica y los efectos de la globalización, el uso
persistente del término agregativo se fundamenta en las dinámicas geopolíticas, sociológi18 ⎥ luis ronigEr
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cas y culturales que han tejido un entramado de influencias recíprocas que, si bien incluyen
tensiones y confrontaciones, han configurado un espacio transnacional de interacciones
sostenidas y visiones compartidas. A continuación, el texto destaca la utilidad concreta de
esta perspectiva al examinar casos paradigmáticos con proyección transregional: desde la
formación de identidades nacionales hasta la reconfiguración de espacios políticos, pasando
por el análisis de poblaciones transnacionales, redes de exiliados, difusión de idearios y estrategias de movimientos sociales que operan en escalas múltiples.
De “comunidad de naciones” al giro transnacional: el estado del arte
Este artículo se inscribe en el giro transnacional que ha ganado relevancia académica en
las últimas décadas, dialogando críticamente con contribuciones fundacionales en este
campo. Si bien la noción de una “comunidad de naciones” latinoamericanas tiene raíces
intelectuales profundas, evidente en obras seminales como las de Fernando Henrique Cardoso y Enzo Faletto, Tulio Halperin Donghi (décadas de 1960-1970), Alan Rouquié en los
años ochenta, Peter Smith (1990) o, más recientemente, Fernando Calderón y Manuel Castells en el paradigma dominante The New Latin America, el cual ha mantenido una lógica
metodológica centrada en el Estado nación. Esta tendencia, alineada con procesos de consolidación estatal en la región, se refleja incluso en manuales introductorios sobre América
Latina ampliamente difundidos en el ámbito académico estadounidense, cuyas sucesivas
reediciones perpetúan un enfoque país por país.
En el siglo xxi han florecido los estudios que adoptan perspectivas transnacionales explícitas, ante todo a partir de los estudios migratorios (Rosenblum y Tichenor, 2012) y en
forma creciente en otros ámbitos, como los estudios sobre diásporas (Ben-Rafael, Sternberg,
Bokser Liwerant y Gorny, 2009) y sobre ciudadanía transnacional (Bauböck, 1994; Balibar,
2006; Collyer, 2017). Tal crecimiento se registra también en los estudios latinoamericanos,
donde en décadas recientes se han publicado trabajos sobre movimientos políticos e intelectuales tales como los unionistas centroamericanos o el apra, por ejemplo los libros
de Marta Elena Casaús Arzú y Teresa García Giráldez sobre Las redes intelectuales centroamericanas (2005), de Claudio Maíz y Álvaro Fernández Bravo, Episodios en la formación de
redes culturales en América Latina (2009), la compilación de Mark Overmyer-Velázquez y
Enrique Sepúlveda III’s Global Latin(o) Americanos (2018) y el libro de Geneviève Dorais,
Journey to Indo-America (2021). Además, hay trabajos que enfocan las redes de translocación y reubicación de élites y de bases, algunas de ellas desde el siglo xix, entre los cuales
se cuentan los libros de Mario Sznajder y Luis Roniger La política del destierro y el exilio en
América Latina (2013), de Michael Goebel, Overlapping Geographies of Belonging (2013),
de Ori Preus, Bridging the Island (2011) y Transnational South America (2016), de Edward
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Blumenthal, Exile and Nation-State Formation in Argentina and Chile (2019), y de Ricardo
Melgar Bao, Redes e imaginario del exilio en México y América Latina (2021).
Asimismo, estudios geopolíticos han contribuido en gran medida al desarrollo de este
campo. Merecen mención los trabajos de Michel Gobat sobre el impacto formativo de la
reacción al imperialismo (2013, 2018), de Kristina Pirker y Julieta Rostica, Confrontación
de imaginarios (2021), de Ernesto Bohoslavsky y Magdalena Broquetas (2017) y de Vanni
Pettinà sobre la Historia mínima de la Guerra Fría en América Latina (2018), así como estudios sobre las redes represivas y sus contrapartes solidarias durante la Guerra Fría, tales
como los libros de Jessica Stites-Mor, Human Rights and Transnational Solidarity (2013) y
South-South Solidarity and the Latin American Left (2022), de Francesca Lessa, The Condor
Trials (2022). En una perspectiva de largo plazo, el libro de Roniger, Transnational Perspectives on Latin America (2022) incluye análisis transnacionales de guerras históricas y teorías
de conspiración, de la retórica y la práctica del chavismo nuestroamericano y de diásporas
étnicas. Igualmente, comprehensivos son los libros compilados por Ben-Rafael, Sternberg,
Bokser Liwerant y Gorny, Transnationalism. Diasporas and the Advent of a New (Dis)order
(2009) y por Max Friedman y Núria Vilanova, Transnational Humans and Transnationalisms
in the Humanities (de próxima publicación en 2025), y el libro de Judit Bokser Liwerant,
National and Transnational Paths of Latin American Jews (2025).
El libro de Pablo Palomino, The Invention of Latin American Music (2020) ha rastreado
cómo la música ha sido un motor de una identidad cultural transnacional identificable, desde
sus orígenes en el siglo xix hasta su apogeo ya en la década de 1930. Merece asimismo mención la obra de Fernández-Sebastián, Iberconceptos (2017), parte de un proyecto de historia
conceptual en contextos ibéricos e hispanoamericanos. Los trabajos de Stephanie Gänger, A
Singular Remedy (2020) y de Irina Podgorny (2013, 2022) han ofrecido perspectivas transnacionales sobre la historia de la ciencia y la circulación de conocimiento en las Américas.
Existen también estudios dedicados a países y áreas específicas en clave transnacional, entre
ellos el libro de Luis Roniger, Transnational Politics in Central America (2011) y la compilación de Pedro Carmeselle-Pesce y Debbie Sharnak’s Uruguay in Transnational Perspective
(2023). Finalmente, se debe mencionar estudios transnacionales de infraestructura como
el de Lila Caimari, News from around the world (2016) sobre el impacto del telégrafo. Algunas de estas contribuciones serán usadas al analizar los ejes de investigación más abajo.
El concepto de región y su relevancia cuando se reconocen
conexiones transnacionales
Afirmar la existencia de regiones idiosincrásicas es controversial y puede ser atacado tanto
desde el aspecto de cuán diversas son las naciones y los estados constitutivos, la indefinida
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extensión, así como desde la perspectiva de tendencias globales que impactan las esferas
nacionales y locales. Debido al carácter conceptual construido de las regiones, los intentos
de atribuirles una naturaleza esencial implican una trampa peligrosa. Además, es imprescindible reconocer las múltiples escalas en que uno puede hablar de regionalismos y las
interconexiones entre diferentes sociedades y aún civilizaciones que impactan la mera definición de los límites de cualquier conceptualización regionalista, tal como entre otros lo
han destacado Said Arjomand (2014) y Jeremy Smith (2015) en análisis críticos de disonancias, ambigüedades y superposiciones teóricas y empíricas en este campo.
Los crecientes procesos de interdependencia global cuestionan la idea misma de regiones
con fronteras duraderas y configuraciones sociodemográficas estables. Entre estos procesos
destaca el impacto heterogéneo del multiculturalismo, cuya conceptualización ha cambiado constantemente en medio de los flujos y reflujos de las migraciones internacionales,
la transferencia de ideas y prácticas globales, la cristalización de identidades y compromisos cada vez más complejos, así como los cambios en alianzas internacionales. Por estos
motivos, también el concepto de América Latina está abierto a la deconstrucción (Domingues, 2009; Sznajder, Roniger y Forment, 2013).
“América Latina” se ha convertido en un término genérico para referirse a Brasil, Haití
y los dieciocho estados de habla hispana de América, siendo utilizado por personas que
viven en esas sociedades. Sin embargo, tras las independencias, las élites intelectuales
adoptaron inicialmente fórmulas como Hispanoamérica o Lusoamérica para diferenciarse
de la emergente hegemonía anglosajona. La conexión lusófona, en particular, subrayaba
los vínculos culturales entre Brasil y Portugal, incluso después de su divergencia política en el siglo xix.
La cristalización del término América Latina respondió a coyunturas geopolíticas específicas. En su Voyage aux régions équinoxiales du nouveau continent (1816-1826), Alexander von
Humboldt y Aimé JA Bonpland usaron el término de “raza latina” para referirse a nuestras
sociedades en el hemisferio occidental. A mediados del siglo xix, cuando la región presenció por primera vez el expansionismo norteamericano, una generación después de que el
presidente Monroe pronunciara la famosa doctrina, intelectuales, diplomáticos, activistas y
otras élites de Europa occidental acuñaron el término América Latina. Fue entonces cuando
se generó un sentimiento de solidaridad en toda la región tras la victoria bélica de Estados
Unidos sobre México (1846-1848), seguida de la toma del poder en Nicaragua en 1856 por
William Walker y sus filibusteros estadounidenses. La intención de Walker de expandir su
control por toda Centroamérica provocó que una coalición de fuerzas nicaragüenses, costarricenses e individuos de las sociedades vecinas impulsaran una guerra nacional, que a
pesar de su nombre fue librada por fuerzas transnacionales. Ante la posibilidad de volver a
perder territorio, plantearon nuevamente los principios del bolivarianismo, la idea predicada décadas antes por Simón Bolívar al proclamar la igualdad de los estados americanos
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y la resistencia a cualquier logro territorial a través de guerras, conceptos que galvanizaron
repetidamente a los pueblos latinoamericanos.
En un análisis detallado de cómo se “inventó” América Latina, el historiador Michel
Gobat señaló cómo estos acontecimientos impulsaron a los hispanoamericanos a concebir
su región como una comunidad geopolítica interconectada. El temor al expansionismo estadounidense motivó la movilización de los centroamericanos y llevó a los sudamericanos
a idear planes para una alianza. Algunos incluso imaginaron la creación de una confederación de estados que resistiera la expansión de Estados Unidos en cualquier parte del
continente. Paralelamente, diplomáticos y exiliados radicados en París acuñaron el término
América Latina para representar a sus países de origen de una manera apropiada en el entorno europeo y, en algunos casos, para representarlos diplomáticamente entre los círculos
intelectuales y políticos de Francia y otros estados europeos. Además, Francia, al proyectarse como un posible poder en la región —particularmente en México—, promovió el uso
del término, dotándolo de resonancia política, aunque su ambición imperial terminó en
fracaso (Ardao, 1980; Gobat, 2013, 2018).
El término Hispanoamérica, aunque de origen más antiguo, cobró nuevo impulso a finales
del siglo xix y principios del xx. Tras la guerra hispanoamericana de 1898, los modernistas
reivindicaron el legado ibérico-hispano como parte de su rechazo al expansionismo estadounidense. Por su parte, Iberoamérica recibió el respaldo de los latinoamericanistas alemanes,
quienes buscaban distanciarse de la noción de latinidad de cuño francés.
La idea de América Latina como una región idiosincrásica puede deconstruirse indicando
las enormes diferencias que separan a los estados entre sí, tanto en términos de su composición demográfica como de su diferente desarrollo ecológico, institucional e histórico. Los
estudiosos de la región enfatizan repetidamente esta diversidad, resaltando las profundas
distancias que separan las áreas afrocaribeñas y afrobrasileñas de las indoamericanas en la
región andina; del complejo euroamericano del Cono Sur; del complejo euroamericano de
gran parte del Cono Sur; y de la América mestiza en México, partes de Centroamérica y Venezuela. De manera similar, desde una perspectiva institucional, la región ha atravesado una
multiplicidad de experiencias políticas e institucionales, en un espectro que varía enormemente según se va, por ejemplo, de Cuba, Venezuela y Bolivia a Brasil, Chile, Argentina o a
México, Colombia y Centroamérica. En consecuencia, si no sonara tan extraño, usaríamos
el término en plural, refiriéndonos a “las Américas Latinas”. Otra línea de crítica ha subrayado la maleabilidad del término. Mauricio Tenorio-Trillo (2018) ha analizado cómo se
ha convertido en un término “usado y abusado” por actores tan dispares como jacobinos y
católicos reaccionarios, por monárquicos y republicanos, por populistas, marxistas y conservadores. Además, Tenorio-Trillo destacó los matices racistas que adquirió cuando las
élites supremacistas blancas lo emplearon para justificar políticas de exclusión. De manera
similar, al considerar los múltiples impactos de la migración global en las sociedades latinoa22 ⎥ luis ronigEr
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mericanas (Moya, 2018), se reconoce la complejidad y diversidad demográfica de la región,
que ha estado en constante transformación desde la época colonial (Mörner, 1967: 53-73).
Por otra parte, además de los veinte estados habitualmente incluidos, América podría
abarcar otros territorios: Puerto Rico; las regiones francófonas de Canadá (principalmente
Quebec y partes de New Brunswick); algunas zonas de Estados Unidos (en particular el sur,
como Luisiana); y los departamentos franceses de ultramar en el Caribe: Martinica, Guadalupe y Guayana Francesa. Además, casi la mitad del territorio continental de los Estados
Unidos es territorio que fue conquistado —y su población anexada— en la guerra con México. La presencia latinoamericana persistió en estos territorios en nombres de personas
y lugares, gastronomía, costumbres, prácticas, registros históricos y memorias personales.
Más tarde, las oleadas de migración transnacional, principalmente desde México, el Caribe
y América Central, resignificaron la identidad latina y redefinieron los límites de lo que significa ser “latinoamericano” de maneras novedosas (Fusco, 1995). En general, recordemos
que los latinoamericanos se oponen al uso arrogante del nombre del continente americano
por parte de sólo uno de los 34 países del hemisferio occidental (Winn, 1992: 1-32).
No obstante, lo que justifica la persistencia del término América Latina es la existencia
de múltiples tendencias geopolíticas, sociológicas y culturales que han configurado un entramado de influencias compartidas. Si bien estas interacciones han derivado en ocasiones
en conflictos, han dado lugar a un escenario transnacional de intercambios y visiones interconectadas.
Si retrocedemos en el tiempo, la invasión napoleónica tuvo repercusiones directas en la
autonomía americana y desembocó en la independencia de varios estados, lo que desató
una competencia frenética por la afirmación de la soberanía política y, en algunos casos,
generó cambios en la jurisdicción territorial. Desde entonces, los vínculos regionales han
propiciado continuas interacciones y reconexiones, como ha señalado la historiografía en las
últimas décadas (Guerra, 1993; Palacios, 2009; González Bernaldo de Quirós, 2015; Breña,
2023). Además, recordemos que los líderes independentistas de principios del siglo xix se
desplazaron ampliamente por los territorios americanos. Entre muchos otros, José de San
Martín, por ejemplo, se convirtió en el “Protector del Perú” tras liberar Chile, luego de cruzar la cordillera desde Cuyo junto con las fuerzas de Bernardo O’Higgins. Antonio José de
Sucre, oriundo de la Nueva Granada, fue jefe de Estado en Bolivia. Francisco Morazán, liberal hondureño, gobernó durante algunos años la República Federal de Centroamérica.
Un caso paradigmático de la fluidez de las identidades colectivas de la época es el de Antonio José de Irisarri, guatemalteco que ejerció como diplomático chileno en Buenos Aires,
Centroamérica y Perú; y como diplomático guatemalteco y salvadoreño en Ecuador y Colombia, antes de trasladarse a Curazao y Estados Unidos.
El proceso de construcción de las naciones tuvo lugar en una imbricación transnacional. Paralelamente a la construcción de múltiples Estados soberanos y su inserción global
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diferencial, desde entonces continuaron operando conexiones complejas e inextricables
dinámicas transnacionales. A medida que nos liberemos de pensar en términos de un historicismo nacionalista, podremos seguir plenamente la dinámica de una región de múltiples
“naciones hermanas” que han compartido trayectorias y cercanía cultural, mientras transitaron caminos históricos variados sin poder separarse completamente unas de otras y mientras
experimentaron procesos persistentes formados o proyectados más allá de sus fronteras.
La importancia de perspectivas transnacionales para los estudios latinoamericanos
La mayoría de los latinoamericanistas han centrado sus análisis en una sociedad y un Estado en particular, o bien en estudios comparativos y de relaciones internacionales dentro
de la región. América Latina, con su multiplicidad de Estados, su diversidad lingüística, étnica y cultural, así como con sus trayectorias históricas e institucionales compartidas, ha
sido un laboratorio ideal para el análisis comparativo y transnacional.
Incorporar una perspectiva transnacional enriquece el análisis al iluminar procesos que
trascienden las fronteras nacionales y al destacar experiencias políticas, sociales y culturales que se configuran en interacción constante o intermitente. Esta perspectiva nos permite
abordar fenómenos clave, como los efectos indirectos de la proximidad geográfica y los lazos históricos entre países; las conexiones entre actores no estatales que operan más allá de
las fronteras; las dinámicas de desconexión y reconexión entre sociedades, facilitadas por
exiliados políticos, expatriados y otros agentes en movilidad; la configuración de diásporas;
o la influencia de intelectuales y políticos que han impulsado normativas e instituciones legales de alcance regional.
Desde esta óptica, el análisis estrictamente limitado a los Estados nación puede resultar reduccionista, pues corre el riesgo de perder de vista las múltiples capas de circulación,
transmisión y articulación de ideas que estructuran el espacio latinoamericano. En este sentido, una aproximación transnacional permite revelar las redes y movimientos que vinculan
actores y procesos más allá de las fronteras estatales. A continuación, se presentan algunos
ejes de indagación en los que el enfoque transnacional resulta particularmente relevante.
El contexto transnacional de formación de identidades nacionales
Una perspectiva transnacional permite examinar la construcción de las identidades colectivas sin recurrir al esencialismo, sino reconstruyendo los procesos históricos mediante los
cuales ciertas identidades nacionales han sido moldeadas en contextos transfronterizos.
En este sentido, el caso de Uruguay es paradigmático, ya que su formación de Estado
nación quedó expuesta al impacto de fuerzas transnacionales y el devenir de contingencias
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históricas. A finales de la época colonial —y en la transición hacia la independencia política— no había certeza sobre la creación de una nación y un estado separados en la banda
oriental del río Uruguay. ¿Ese espacio se independizaría o permanecería unido a las provincias del Río de la Plata? Alternativamente, ¿se convertiría en un estado de la federación
brasileña o sería anexado por Rio Grande do Sul, uno de sus estados miembros? La Banda
Oriental compartía estructuras culturales, económicas y políticas tanto con territorios que
luego conformarían Argentina como con el sur de Brasil. A diferencia de México, cuyo proceso de consolidación estatal se basó en una herencia imperial distintiva, Uruguay emergió
como una entidad política cuya viabilidad era altamente incierta, como lo ha señalado el
historiador Tulio Halperin Donghi (2000).
Durante décadas, el territorio oriental fue objeto de disputas territoriales e intervenciones de la corona española, la corona portuguesa y, posteriormente, del Imperio del Brasil
y las Provincias Unidas del Río de la Plata. La presión de estos actores generó en la Banda
Oriental el desarrollo de intereses locales dispuestos a afirmar su autonomía política.
Un paso trascendental en el nacimiento de la identidad colectiva uruguaya se produjo
como consecuencia de la derrota y migración forzada de miles de residentes de la Banda
Oriental fuera del territorio natal. La figura principal que impulsó aquella acción colectiva fue José Gervasio Artigas, segundo comandante de la gendarmería rural fundada por
las autoridades de Montevideo en la década de 1790 para mantener el orden en el campo.
Artigas sirvió inicialmente a las autoridades realistas españolas y luego a las autoridades
bonaerenses. Sin embargo, desilusionado con la intención de Buenos Aires de ceder la zona
a los lusitanos y temiendo las depredaciones portuguesas, en noviembre de 1811, dirigió
a más de cuatro mil milicianos orientales y un número similar de civiles en un viaje de un
mes más allá de las líneas del armisticio, a cruzar el río Uruguay y acampar por ocho meses en la provincia argentina de Entre Ríos.
Se trató de una experiencia translocal que desafiaba a los centros de poder regional y que
contribuyó a formar conciencia protonacional (Achúgar, 1998; Roniger, 2008), aunque en paralelo, el liderazgo de Artigas activó en todo el Cono Sur un proyecto de unión transnacional
alternativa, que se vio finalmente truncado con el destierro de Artigas al Paraguay (Duffau y
Frega, 2023). Los civiles se habían unido masivamente a las milicias en retirada en lo que en ese
momento la gente llamaba una “redota”, una transposición rústica de la palabra española derrota. Muchos han visto aquel exilio como uno de los primeros signos visibles del nacimiento
de la nación uruguaya, surgido de la experiencia colectiva de la expatriación. El rol que jugó
Artigas entre 1811 y 1820 permaneció abierto a la controversia hasta la década de 1880, cuando
estuvo a punto de ser beatificado (Pivel, 2004). Ese proceso continuó y alcanzó su punto culminante a principios de la década de 1950, como parte de un culto nacional al civismo, una
narrativa que será evaluada críticamente por trabajos de revisionismo histórico después del
fin de la dictadura cívico-militar y del retorno a la democracia en 1985.
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Desmembramiento de un Estado transnacional y conexiones posteriores
Una manifestación contrastante de desintegración transnacional de una entidad política,
es el caso de Centroamérica. Desde una perspectiva geopolítica, el Istmo constituye actualmente una región compuesta por pequeñas repúblicas geográficamente cercanas, lo que
históricamente las ha hecho vulnerables a los procesos políticos desarrollados en las sociedades y Estados vecinos. Cinco de los países centroamericanos tienen su origen en la
fragmentación de un Estado unificado que existió entre 1823 y 1838, conformado a partir
de una jurisdicción colonial previa.
En este marco, la investigación analizó los procesos de construcción de Estados nación independientes y las complejas interconexiones transnacionales entre ellos, vínculos
que influyeron en la adopción de parámetros institucionales y orientaciones culturales.
Comprender estas dinámicas resulta fundamental para interpretar el devenir histórico de
la región y proyectar su futuro. Tras la disolución del orden imperial, los nuevos Estados
buscaron consolidar sus respectivas naciones mediante narrativas y rituales oficiales, la implementación de prácticas materiales y simbólicas hegemónicas, así como la construcción
de imágenes colectivas de sus poblaciones dentro de los límites espaciales del Estado. Estas
estrategias de formación nacional implicaron la fragmentación de territorios previamente
unificados, la configuración de ciudadanías restringidas y la delimitación de fronteras basadas en los principios de soberanía nacional.
Los Estados centroamericanos, surgidos de jurisdicciones administrativas coloniales compartidas y de un efímero intento de unificación tras la independencia, lograron desarrollar
identidades nacionales e instituciones diferenciadas. Sin embargo, no pudieron desvincularse
completamente de las denominadas “repúblicas hermanas”. Una vez separadas, estas entidades se enfrentaron al doble desafío de consolidar su control territorial y, simultáneamente,
construir una identidad colectiva a través de políticas, prácticas y ceremonias públicas. En
este proceso, debieron definir sus fronteras y reconfigurar la noción de ciudadanía, priorizando ciertas categorías mientras desplazaban, ignoraban o negaban —sin erradicar por
completo— formas anteriores de identificación, incluida la identidad pan-ístmica, y subsumían identidades más localizadas y étnicas (Alonso, 1994; Woodward Jr., 1999).
Durante décadas tras su separación, los Estados centroamericanos mantuvieron territorios porosos y fronteras mal definidas, lo que impidió su aislamiento frente a intervenciones
regionales, ya fueran motivadas por la disputa del poder en su propio territorio o por la expansión de su dominio estatal a espacios más amplios. Los orígenes compartidos dificultaron
la construcción de identidades nacionales completamente diferenciadas, perpetuando redes
transnacionales de parentesco, vínculos económicos, sociales y políticos, así como imaginarios
de proyectos alternativos de integración regional. Dicho legado histórico se activaba cuando
las poblaciones migraban entre países vecinos o cuestionaban los acuerdos institucionales y
las estructuras políticas predominantes en sus propios Estados. Desde el inicio, las élites fue26 ⎥ luis ronigEr
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ron conscientes de la existencia de identificaciones locales, pero también reconocieron la
ausencia de fronteras nítidas que separaran de manera tajante a algunas repúblicas entre sí o
que las hicieran radicalmente distintas. Además, la forma en que estos Estados declararon su
independencia impidió que imaginaran sus identidades nacionales como un fenómeno natural, concibiéndolas, en cambio, como una construcción cívico-política (Roniger, 2022: 56-65).
Intentos históricos de recreación de espacios políticos transnacionales
En la América Latina decimonónica, la consolidación de los Estados nación desplazó el ideal
de hermandad y unidad promovido por intelectuales, escritores y activistas en las primeras
fases de la independencia, sin que ello significara la erradicación de las dimensiones transnacionales subyacentes. Desde que Bolívar concibió, aunque sin éxito, su proyecto de unión
política sudamericana a inicios del siglo xix, la conciencia de una identidad regional nunca
desapareció. Por el contrario, se mantuvo vigente tanto entre las élites como en los movimientos
sociales. A lo largo del siglo xix, distintas fuerzas impulsaron la creación de confederaciones pluriestatales, entre ellas la Gran Colombia (Earle, 2005), la República Centroamericana
(Roniger, 2011) o la Confederación Peruano-Boliviana (Demélas, 2003), tendencias que eventualmente llegarían a impulsar la creación de proyectos y organizaciones regionales.
Dichos proyectos no fueron promovidos exclusivamente por élites interesadas en ampliar
sus posiciones de poder, sino que también incluyeron iniciativas de base, como el movimiento
unionista surgido en torno al primer centenario de la independencia centroamericana. Este
movimiento, compuesto principalmente por intelectuales, profesores y estudiantes de clase alta,
expresaba su desencanto con los proyectos liberales y positivistas de la época, al tiempo que
rechazaba la realidad de los Estados existentes, en los que no reconocían la República idealizada. Los unionistas se propusieron regenerar la Nación, fortalecer la conciencia de un destino
común entre los habitantes del Istmo y construir una sociedad justa en la que se garantizaran
derechos fundamentales sin distinción de origen étnico, género, clase social o estado civil. En
su visión, la unidad de Centroamérica permitiría a la región, junto con México y Sudamérica,
fortalecer su resistencia frente a los intereses económicos estadounidenses (Casaús, 2006).
Movidos por su ideal regeneracionista en vísperas del centenario del fin del dominio
español, y en muchos casos exiliados o expatriados, los unionistas recorrieron la región
promoviendo su ideario en nuevos entornos. A pesar de ser conscientes del fracaso de proyectos previos de unificación centroamericana, confiaban en la posibilidad de reconstituir
la Nación desde abajo, fomentando la conciencia de un destino compartido y diseñando
un modelo basado en la unidad, la igualdad, la justicia social y la tolerancia, aunque respetando la autonomía de cada sociedad (García, 2005; Roniger, 2017).
Los unionistas reactivaron un sentimiento transnacional latente y, aunque su proyecto
eventualmente fracasó, tuvieron un impacto importante en el largo plazo, ya que expandieEl giro transnacional
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ron las esferas públicas centroamericanas en las décadas de 1920 y 1940. Su contribución fue
haber lanzado numerosas publicaciones y haber abierto espacios de sociabilidad más allá de
distinciones de género, nacionalidad y, en menor medida, de clase social o etnia. Esos foros
creativos y espacios de sociabilidad ampliaron el debate público sobre temas como la incorporación de sectores subalternos y de mujeres indígenas y mestizas a la ciudadanía plena.
Tales ideas continuaron resonando entre líderes revolucionarios como el nicaragüense Augusto César Sandino, quien deambuló mucho por toda la región y cuyos activistas procedían
de todos los territorios de Centroamérica e incluso de México y la República Dominicana.
Además, cuando Sandino viajó a México en 1929 para tratar de conseguir apoyo a su causa,
utilizó un pasaporte hondureño, mientras atravesaba los territorios de El Salvador y Guatemala con el conocimiento de esos gobiernos (Wünderich, 1989; Schroeder, 2019).
El estudio histórico-sociológico de zonas de frontera
Muchas áreas fronterizas presentan una densa fisonomía demográfica, en la que la lógica de
los Estados nación no refleja las realidades transnacionales de la vida en la frontera. Ejemplo de ello son la Antofagasta boliviana en vísperas de la Guerra del Pacífico (1879-1883)
y las zonas limítrofes entre la República Dominicana y Haití antes de la masacre de 1937,
cuando miles de dominicanos de ascendencia haitiana fueron asesinados.
Durante las primeras seis décadas del siglo xix, la zona de Atacama fue escenario de múltiples enfrentamientos armados en el contexto de las guerras de independencia, incluidas
operaciones guerrilleras, guerras civiles, ataques de bandas armadas y acciones de fuerzas internacionales. Se trataba de un territorio boliviano con importantes recursos naturales codiciados
por intereses económicos peruanos y chileno-británicos, orientados hacia los mercados internacionales. La composición demográfica de la zona fronteriza y el alcance transnacional de los
intereses locales fueron factores determinantes en el conflicto que desembocó en la Guerra del
Pacífico, en la que Bolivia y Perú perdieron vastos territorios ante Chile.
En la década de 1870, el auge del guano y el salitre provocó un frenesí económico comparable a la fiebre del oro en California unas décadas antes. En este contexto, un actor clave fue
la Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta (csfa), de capital chileno-británico liderada por el chileno Agustín Edwards, que operaba en Bolivia bajo exención de impuestos
de conformidad con un tratado chileno-boliviano de 1874. La expansión de oportunidades
económicas atrajo a un gran número de trabajadores chilenos de escasos recursos, quienes se
asentaron en la región, transformando Antofagasta y Caracoles en centros urbanos dinámicos.
Muy pronto, la llamada Provincia del Litoral —un verdadero “Lejano Oeste” boliviano—
quedó bajo el control precario pero despótico de un reducido contingente militar boliviano,
encargado de imponer el orden en una población mayoritariamente chilena, caracterizada
por la violencia, el bandidaje y los enfrentamientos callejeros. Cualquier altercado podía es28 ⎥ luis ronigEr
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calar rápidamente a una crisis de mayores dimensiones. En octubre de 1876, en Antofagasta
se fundó una sociedad de ayuda mutua que llegó a contar con unos diez mil miembros, en
su mayoría chilenos, junto con un reducido número de bolivianos. La organización funcionaba como logia y promovía la fraternidad chilena, con sus miembros jurando lealtad a la
bandera chilena y proyectando la emancipación política del Litoral, una aspiración ya esbozada por residentes en California (Vicuña, 1880; Barros, 2015). Luego, fue suficiente una
decisión política mal calculada del presidente boliviano Hilarión Daza —al promulgar un
impuesto a los nitratos extraídos por la csfa en la provincia, a pesar de la disposición legal
que eximía al nitrato de impuestos— para que comenzara la Guerra del Pacífico en 1879.
De manera similar, la zona fronteriza entre la República Dominicana y Haití estaba
habitada por comunidades que hablaban una mezcla de criollo haitiano y español, cuyos
mercados y centros de peregrinación más cercanos se ubicaban en territorio haitiano. La
población incluía parejas “mixtas” y múltiples lazos entre dominicanos “puros” y otros grupos. No existían disputas significativas por la tierra, dado que la región tenía baja densidad
demográfica y abundantes recursos. Tampoco había una competencia aguda entre los residentes: los “haitianos” se dedicaban a diversas artesanías, labores domésticas en las ciudades
y al cultivo de tabaco y ganadería en las zonas rurales, mientras que los “dominicanos” practicaban la ganadería extensiva en áreas remotas (Derby, 1994).
Desde principios del siglo xx y la ocupación estadounidense (1916-1924), el gobierno
dominicano intentó ejercer mayor control sobre las zonas fronterizas, desplazando a las
élites regionales e impidiendo que revolucionarios organizaran movimientos de oposición desde Haití. En la década de 1930, Rafael Trujillo impuso nuevas estructuras de poder
e intentó, sin éxito, “dominicanizar” la frontera mediante proyectos de colonización y regulaciones legales. Resintiendo el mestizaje transnacional y la hibridación cultural de la
población fronteriza, y con la intención de consolidar una identidad dominicana diferenciada de la influencia africana, Trujillo enfatizó las diferencias raciales y culturales con Haití.
Su administración exhortó a los haitianos a abandonar la zona, incluso ofreciendo incentivos económicos para ello.
Sin embargo, estas medidas tuvieron escaso impacto, ya que los habitantes consideraban la frontera su tierra natal y continuaron circulando libremente entre ambos países. En
su mayoría, los denominados “haitianos” eran dominicanos de ascendencia haitiana, cuyos
antepasados habían llegado generaciones antes, atraídos por las oportunidades laborales
en plantaciones financiadas con capital estadounidense. En octubre de 1937, soldados y
guardias de la República Dominicana masacraron entre 15 000 y 17 000 campesinos dominicanos de ascendencia haitiana en la zona fronteriza occidental-norte del país. La mayoría
de las víctimas —entre ellas mujeres y niños— fueron asesinadas con machetes, bayonetas y garrotes, con el fin de presentar la masacre como una expresión de ira popular en la
frontera, en lugar de una acción orquestada por el Estado dominicano. Meses después, en
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la primavera de 1938, miles de haitianos más fueron deportados en un proceso conocido
como “el desalojo” (Turits, 2002).
Históricamente, existía entre ambos países animosidad, derivada de la historia de anexión
del territorio dominicano por parte de la república negra de Haití (1822-1844) y las guerras
de liberación. Sin embargo, esos eran hechos remotos, y los masacrados eran dominicanos
nativos nacidos en el territorio nacional. Además, desde la perspectiva de quienes residían
en la frontera, los llamados haitianos eran parte íntima de las redes transnacionales locales,
aunque no sin tensiones (Turits, 2003; Derby, 2009). Tanto estos acontecimientos como los
de la frontera entre Bolivia y Chile solo pueden comprenderse plenamente si se examinan
en la intersección entre las dinámicas del Estado nación y las dinámicas transnacionales.
El rol e impacto de las redes de desplazados: exiliados, migrantes y expatriados
El desplazamiento territorial —y, en particular, el exilio político— han sido fundamentales
de exclusión institucionalizada en América Latina. Durante la transición a la independencia política, todos los Estados latinoamericanos incorporaron el exilio como una práctica
política relevante, junto con otros mecanismos de castigo (Roniger y Sznajder, 2008). La
translocación de enemigos políticos más allá del territorio directamente controlado por
los estados emergentes se convirtió en una cuestión transnacional ligada a la definición de
fronteras y la configuración de identidades de los estados-nación. En el siglo xix, tales dinámicas de desplazamiento fueron evidentes en varios espacios regionales caracterizados
por desbordes y conflictos territoriales, a saber: en los espacios fronterizos de Perú, Bolivia
y Chile; en Chile y Cuyo a través de los Andes; en Buenos Aires, Uruguay y Río Grande del
Sur; en la Nueva Granada, Venezuela y partes de Ecuador; así como en México y Centroamérica. En una era en la que los Estados-nación eran un proyecto en curso más que una
realidad consolidada, los exiliados participaron en luchas políticas, encontraron trabajo,
vendieron libros e hicieron circular noticias en países que salían de una guerra civil. A través de redes comerciales en evolución, los exiliados, figuras tanto literarias como políticas,
contribuyeron a la formación de una esfera pública transnacional, en la cual compartieron
ideas políticas con sus sociedades de origen y, al mismo tiempo, se integraron en las sociedades receptoras (Blumenthal, 2019).
Desde una perspectiva histórica latinoamericana, la migración forzada, el exilio y el destierro se convirtieron, desde etapas tempranas, en un modo central de “hacer política” y en
un mecanismo institucionalizado de exclusión en la región. De manera creciente, historiadores y cientistas sociales han reconocido este rol constitutivo y sus impactos sistémicos
(Yankelevich, 2009; Sznajder y Roniger, 2013; Melgar, 2021; Roniger, 2023). Por ejemplo, durante la Guerra Fría, los exiliados reclamaron una voz propia sobre el futuro de su sociedad,
al tiempo que se insertaban progresivamente y tenían influencia también en las socieda30 ⎥ luis ronigEr
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des anfitrionas (Yankelevich y Jensen, 2007; Sznajder y Roniger, 2013: 236-311). Vivir en
el exilio moldeó ideas políticas y autorrepresentaciones. Muchos desplazados participaron
en debates públicos y en la construcción institucional republicana en sus países anfitriones.
Quienes sufrían desplazamientos forzados formaron diásporas y redes de connacionales
que impactaron tanto a los países receptores como a los de origen, afectando la reputación
y las políticas de los primeros, y fomentando prácticas y políticas de asilo entre los países
expulsores y receptores (Viz, 2011; Jensen, 2021; Blumenthal, 2021; Mejía y Ayala, 2023).
Transnacionalismo y diásporas
Las diásporas no son un fenómeno reciente en la historia mundial. Durante siglos, este concepto estuvo estrechamente asociado con uno de los casos más antiguos: el del pueblo judío,
que, a lo largo de dos milenios, fue sinónimo de comunidad errante. Sin embargo, también
ha estado presente en la experiencia histórica de los chinos, los indios y muchas otras diásporas. En la actualidad, el espectro de las diásporas es tan amplio que el concepto mismo
se ha expandido para incluir grupos que no reivindican un país de origen, sino que construyen su identidad en torno a un sentido de pertenencia. Tal es el caso de los romaníes o
gitanos, quienes han comenzado a concebirse cada vez más en términos de una diáspora
transnacional.
El estudio de diásporas no solo permite analizar distintos casos en términos definitorios
y de categorías analíticas, sino también comprender las múltiples consecuencias de los ciclos de dispersión transnacional de nacionales y residentes. Un aspecto fundamental es que
muchos exiliados, expatriados y migrantes no regresan a sus países de origen. En el caso de
los primeros, a pesar de las expectativas iniciales, el desplazamiento lleva a menudo más
tiempo de lo esperado. Durante ese tiempo, su estatus civil y profesional cambia, nacen y
crecen hijos en el extranjero, y el eventual retorno implicaría dejarlos atrás o someterlos a
un nuevo proceso de adaptación y extrañamiento.
Como es de esperar, distintas diásporas de connacionales surgieron en América Latina,
algunas de ellas muy temprano, como la diáspora de cubanos en Florida y otros estados
del sur de Estados Unidos, reforzada más tarde por los fugitivos de la Cuba de Fidel Castro. Otras, como la diáspora de centroamericanos en México y en el camino hacia Estados
Unidos, se formaron inicialmente como resultado de la Guerra Fría. Además, surgieron
nuevas diásporas debido a los desequilibrios políticos y las brechas de desarrollo de las
últimas generaciones. Pensemos en los nicaragüenses en Costa Rica, los ecuatorianos e
inmigrantes del Cono Sur en España, en los paraguayos y bolivianos en Argentina, en los
colombianos y venezolanos en los países vecinos y en los Estados Unidos, entre muchos
otros casos. La presencia de connacionales fuera del territorio nacional ha generado ya
aperturas teóricas y debates sobre ciudadanía transnacional, al reconocer que los derechos
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ciudadanos y obligaciones ciudadanas no caducan, sino que se complejizan al dejar el territorio nacional y radicarse en otros países, algo que distintos estados han reconocido en
forma incremental en las últimas décadas.
Tanto exiliados como migrantes y extranjeros han desempeñado un papel clave dentro
de las diásporas nacionales y transnacionales, tanto en el extranjero como en sus países de
origen. Esto es especialmente relevante en los casos en que algunos retornaron tras la restitución de las democracias y la eliminación de impedimentos institucionales para su regreso
(Lastra, 2016; Roniger, Senkman, Sosnowski y Sznajder, 2022). También resultan importantes los estudios que combinan perspectivas transnacionales y globales con el análisis de las
diásporas. Ejemplo de ello son los trabajos de Bokser Liwerant (2013, 2021, 2025) y Della
Pergola (2021), quienes analizan la diversidad de las comunidades judías en las Américas,
así como las múltiples interacciones entre nacionalidad, etnicidad transnacional y ciudadanía en el contexto de las transformaciones del disperso entramado judío latinoamericano.
Enfoques similares podrían aplicarse al estudio de otras diásporas como las musulmanas,
chinas y coreanas en América Latina.
Los horizontes transnacionales de muchos intelectuales latinoamericanos
Desde la independencia, han surgido intelectuales que no solo afirmaron hablar en nombre
de sus propias naciones, sino también de naciones hermanas, articulando redes intelectuales y sociales, tanto reformistas como revolucionarias, comprometidas con el activismo
continental. Los ejemplos abundan. Fueron paradigmáticos, entre otros, los modernistas
latinoamericanos cuya influencia se proyectó transnacionalmente.
Durante su largo exilio, el poeta, ensayista y activista cubano José Martí se mudó a Estados Unidos, desde donde su voz alcanzó un impacto transnacional a través de columnas
publicadas en periódicos de Buenos Aires, Caracas y México. Por su parte, el nicaragüense
Rubén Darío publicó en Valparaíso su libro de cuentos y poemas Azul, influenciado por autores franceses a los que tuvo acceso en una biblioteca privada de San Salvador. Asimismo,
el poeta y diplomático peruano Santos Chocano no solo publicó en su país natal, sino también en Guatemala, Nicaragua, México y Chile.
Los movimientos de principios del siglo xx, como el arielismo y el criollismo, que reivindicaban una identidad latinoamericana en lugar de un nacionalismo estrecho, son otro
ejemplo (Franco, 1970: 52-81). Una dinámica similar fue registrada en periodos posteriores (véase por ejemplo Rivera, 2014; Pita, 2016; López, 2018). En todos estos movimientos,
los intelectuales fueron también figuras políticas, cuyos escritos movilizaron muchos a la
acción, cuyo activismo inspiró el trabajo cultural y su trabajo sirvió a fines políticos (Imaz,
1979: 233-236), con un impacto a largo plazo en la recreación intermitente de ideas y obras
que enfatizaban la solidaridad latinoamericana.
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La cristalización de prácticas y doctrinas jurídicas
También se puede rastrear la cristalización de prácticas y doctrinas jurídicas regionales imbuidas del espíritu transnacional. Basados en trasfondos culturales e instituciones comunes,
los latinoamericanos no sólo lucharon por componer las porosas fronteras de sus estados
independientes, sino que también articularon normas internacionales de interacción y
coexistencia regional. Idealmente, estas doctrinas buscaban regular las relaciones internacionales y mitigar las tensiones entre los Estados de la región. Ejemplo de ello es la temprana
formulación de principios como la no intervención, el rechazo a la adquisición territorial
mediante conflictos armados, el derecho de asilo —orientado tanto a la protección como al
control de la presencia de exiliados políticos en las sociedades receptoras— y diversos mecanismos de mediación y negociación diplomática (Kacowicz, 2005; Blumenthal, 2021).
Entre los latinoamericanos que contribuyeron en esa dirección mientras participaban
en foros, organizaciones y redes internacionales se cuentan por ejemplo Estanislao S. Zeballos y José Batlle y Ordóñez. Tras concluir su primera presidencia en Uruguay en 1907,
Batlle y Ordóñez viajó a la Conferencia de Paz de La Haya, donde participó representando
a su país y en la que presentó un proyecto para la Sociedad de Naciones, anticipando su
creación en una década, de una institución de tal carácter. Asimismo, presentó otro de los
primeros proyectos de arbitraje obligatorio de conflictos internacionales, idea imbuida del
espíritu bolivariano (Anónimo, 1928: 221).
Por su parte, Estanislao S. Zeballos (1854-1923), quien fue varias veces diputado nacional
y en tres ocasiones ministro de Relaciones Exteriores de Argentina, desempeñó un papel clave
en foros de derecho internacional como el Institut de Droit International y la Asociación de
Derecho Internacional. Desde su rol como jurista, desarrolló una teoría argentina de Derecho
Humano Privado, en la que formuló, en términos de doctrina internacional, los fundamentos de las políticas migratorias argentinas. Estas políticas, más inclusivas que las europeas,
favorecían la aceptación de migrantes y el reconocimiento de sus derechos fundamentales sin
considerarlos una amenaza para la soberanía nacional (González Bernaldo de Quirós, 2018).
La difusión transnacional de ideas
Otro fenómeno pertinente ha sido la difusión transnacional de ideas, superando mediante
encuentros y traducciones aun el hiato que se podría esperar entre países de idiomas diferentes y que a menudo tuvieron intereses dispares, como Brasil y Argentina (Preuss, 2011, 2016).
Desde el siglo xix, un anhelo compartido en toda la región ha sido el desarrollo y la modernización. Aunque liberales, marxistas y neoconservadores interpretaron estas ideas de
manera contrastante, su difusión a nivel transnacional alcanzó tanto a las élites como a los
sectores populares. En América Latina, el enfrentamiento con la modernidad occidental ha
sido, al mismo tiempo, un proceso de confrontación con raíces, discursos e instituciones
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propias, marcadas por la dominación colonial y poscolonial, con resonancia en las “naciones hermanas”. Desde muy temprano, la dinámica de desarrollo occidental vinculó a estos
territorios con espacios globales y transnacionales, haciendo de la modernidad un fenómeno múltiple pero truncado, lo que derivó en intentos recurrentes por reconstituir sus
promesas incumplidas (Roniger, 2022: 23-44; Lehmann, 2022). No debe sorprender, entonces, que la cuestión de la modernidad latinoamericana haya generado constantes debates y
controversias. Se ha discutido, por ejemplo, cuándo, dónde y cómo América Latina ha devenido moderna, convirtiendo a la región en uno de los escenarios más vibrantes para la
reflexión sobre las identidades colectivas (Miller y Hart, 2007).
Otra idea matriz, especialmente a partir de la década de 1960, fue la teoría de la dependencia. Teóricos de la dependencia como Celso Furtado, Fernando Henrique Cardoso,
Theotonio dos Santos, Ruy Mauro Marini y Vania Bambirra desarrollaron su reflexividad
e ideas mientras vivían una experiencia transnacional en Chile, entonces sede de la Cepal, y luego en México, uno de los lugares clave de reubicación para quienes escapaban de
la represión del Cono Sur. El Fondo de Cultura Económica (fce) y las revistas Trimestre
Económico y Cuadernos Políticos publicaron sus trabajos y ayudaron a la difusión de su pensamiento a escala transnacional, hasta llegar a ser popularizado a través de la prensa diaria
en distintos países latinoamericanos. Además, la cátedra de Furtado en ee.uu. asi como el
Institut d’étude du développement économique et social (iedes) y el Institut des Hautes Études
de l’Amerique Latine en París otorgó a la teoría de la dependencia respetabilidad y aceptación en amplios sectores (Sáenz, 2014).
En el mismo sentido, el pensamiento dentro de la Teología de la Liberación resonó a
través de las fronteras estatales, acumulando capital simbólico y social entre las redes progresistas, en parte gracias a los recursos flotantes y las posiciones materiales del clero como
parte de la Iglesia Católica. Aunque la mayor parte de la alta jerarquía de la Iglesia no respaldó las ideas de teólogos de la liberación como el brasileño Leonardo Boff ni la decisión
de algunos de ellos de unirse a las fuerzas revolucionarias como en el caso del colombiano
Camilo Torres, algunos obispos vieron con simpatía los mensajes de la Teología de la Liberación, lo que facilitó la difusión transnacional de esas ideas. Entre ellos se contaron el
obispo Oscar Arnulfo Romero, asesinado en El Salvador por desafiar al gobierno militar;
Evaristo Arns, Avelar Brandao, Pedro Casaldáliga, Helder Cámara, Aloiso Lorscheider, José
María Pires y Candido Padin en Brasil; Sergio Méndez Arceo y Samuel Ruiz en México;
Raúl Silva Henríquez, que protegió a curas progresistas en Chile; Juan Landázuri Ricketts
y José Dammert en Perú; Eduardo Pironio y Jorge Novak en Argentina; Leónidas Proaño
en Ecuador; y Marco MacGrath en Panamá (Chaouch, 2007).
Asimismo, desde la década de 1960, el triunfo de la Revolución Cubana inspiró a movimientos de izquierda, muchos de los cuales optaron por la lucha armada y se asumieron
como vanguardias revolucionarias, con la expectativa de generar levantamientos popula34 ⎥ luis ronigEr
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res. Algunos de estos movimientos trascendieron el ámbito nacional e intentaron articular
esfuerzos transnacionales, como en el Cono Sur, donde fueron brutalmente reprimidos mediante la Operación Cóndor, cuestión que abordaremos más adelante.
Otro caso emblemático de difusión transnacional de ideas ha sido el surgimiento de
movimientos nativo-americanos y afroamericanos que reivindican el reconocimiento cultural, sus herencias formativas y territorios ancestrales. Mientras algunos formularon sus
demandas en términos de autonomía y derechos colectivos, otros promovieron proyectos
interculturales (Stolle-McAllister, 2019; Lehmann, 2022). Estas iniciativas, que han abarcado
desde las reivindicaciones de autodeterminación y control territorial en Ecuador, Bolivia, México y Chile, hasta la reafirmación de identidades afroamericanas en el Caribe y las
costas atlánticas, se difundieron por todo el continente. Su consolidación llevó, progresivamente, a la formación de organizaciones transnacionales tales como la Alianza Estratégica
de Afrodescendientes de América Latina y el Caribe, la Reunión de Autoridades Indígenas del
Mercosur, o la Red de Mujeres Afrocaribeñas (Bengoa, 2000; Álvarez, Oliva y Zúñiga, 2009).
En años recientes, la confluencia de estos movimientos y la creciente migración de ciudadanos de repúblicas hermanas, junto con nuevas perspectivas analíticas que reconocen el
transnacionalismo, han transformado la manera en que los Estados latinoamericanos conciben los derechos de ciudadanía. Estos cambios se reflejan ante todo en las constituciones
reformadas de varios de los países latinoamericanos, que —al igual que la constitución colombiana de 1991, las constituciones de Ecuador de 1998 y 2008 y la constitución boliviana
de 2009— ahora reconocen la diversidad y el carácter multiétnico y/o multicultural de sus
naciones; o al menos pusieron fin a algunas de las aristas discriminatorias de derechos políticos o por motivos étnicos o religiosos.
Poblaciones radicadas transnacionalmente
Desde la época colonial, el asentamiento hispano en Centroamérica se concentró cerca de
la zona del Pacífico, mientras que la costa caribeña permaneció conectada con las islas del
Caribe, donde los británicos tenían una mayor presencia. Tras la independencia, la mayoría
de los Estados adoptaron un modelo cultural de ciudadanía basado en ideologías de mestizaje, que negaban simbólicamente la presencia de sectores subalternos y despreciaban las
culturas indígenas y afroamericanas, al tiempo que promovían su integración o eventual desaparición (Casaús, 1992; Wolfe, 2007). Aun así, la necesidad de trabajo forzada o intensivo
en las economías de enclave —especialmente en el cultivo del café, el cacao y, más tarde, en
las plantaciones de plátanos y frutas tropicales— propició la concentración de individuos de
origen africano en la región del Circuncaribe. Esas poblaciones incluían no solo trabajadores esclavizados o migrantes, sino también fugitivos, sobrevivientes de naufragios, piratas y
comerciantes. Con el tiempo, sus descendientes se asentaron en comunidades que coexistieEl giro transnacional
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ron con las poblaciones nativas, dando lugar a sociedades que desafiaban la representación
simbólica oficial de la nación y se convertían en presencias fronterizas transnacionales dentro del Caribe (Whitehead, 1995; Pineda, 2006; Velázquez, 2011).
Los casos de los miskitu y los garífunas son emblemáticos de grupos de ascendencia
mixta con una presencia transnacional y no totalmente subordinados a la lógica de los Estados nación. Por razones de espacio, me centraré en los miskitu. Durante más de dos siglos,
los miskitu mantuvieron un reino propio, aliado con los británicos y con quienes sostenían
relaciones comerciales (Rogers, 2002). A diferencia de la región del Pacífico, epicentro del
control hispano sobre los pueblos indígenas, la zona atlántica se convirtió en una frontera
abierta a la incursión de bucaneros y a la presencia informal británica en la costa norte de
Nicaragua y Honduras. Con el tiempo, esta región se transformó en un espacio multicultural y multiétnico donde convergieron elementos religiosos y lingüísticos protestantes,
afroamericanos y amerindios. Los miskitu reclamaban como suyo un territorio que abarcaba aproximadamente la mitad de lo que más tarde sería el Estado nación nicaragüense.
No fue sino hasta la década de 1890 que Nicaragua incorporó militarmente esta región,
escasamente poblada y culturalmente distinta, aunque sin lograr su asimilación. Cuando
los sandinistas tomaron el poder en 1979, su proyecto de Estado nación entró en conflicto
con la autonomía miskitu. Para los sandinistas, los miskitu eran “extranjeros” con vínculos históricos con el colonialismo británico y el imperialismo estadounidense, por lo que
cualquier resistencia a sus políticas de integración fue reprimida. Ante el temor de que los
miskitu colaboraran con los Contras, el gobierno sandinista implementó medidas de reubicación forzada en la región del Río Coco. En respuesta, los líderes miskitu denunciaron al
gobierno ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, acusándolo de detenciones arbitrarias, encarcelamientos, desapariciones y desplazamientos forzados. El gobierno,
por su parte, alegó que la evacuación de los miskitu respondía a la necesidad de protegerlos de los ataques de los Contras.
Los sandinistas sospechaban que los miskitu conspiraban tanto con el Frente Democrático Nacional (fdn) un grupo antisandinista apoyado por la cia que operaba desde
Honduras, como con la Alianza Revolucionaria Democrática (arde), que operaba desde Costa
Rica contra los sandinistas. Los miskitu, que se encontraban entre los residentes más organizados y beligerantes de la costa, encabezaron levantamientos armados contra lo que
consideraban una nueva forma de coerción. Con el apoyo de la Iglesia Morava, la mayor
denominación de la región, resistieron y reafirmaron su identidad y memoria colectiva
como parte de una minoría transnacional oprimida que luchaba contra los “opresores sandinistas” (García, 2014). De este modo, se convirtieron en un desafío político e ideológico
para la administración revolucionaria, que se presentaba como la representante legítima
del pueblo nicaragüense, pero que no pudo ignorar la existencia de un grupo transnacional que desafiaba su narrativa homogeneizadora y su retórica nacionalista revolucionaria.
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Prácticas y operativos transnacionales
Durante la Guerra Fría, América Latina experimentó el creciente impacto de redes transnacionales de carácter ideológico, como lo demuestra el aumento en la coordinación entre movimientos
revolucionarios y guerrilleros después de la Revolución cubana, así como los esfuerzos paralelos coordinados de contrainsurgencia a nivel transnacional. La coordinación represiva de
activistas de izquierda durante la Guerra Fría fue conocida en 1992 cuando el abogado paraguayo Martín Almada, que había experimentado la prisión y el exilio durante el régimen del
general Alfredo Stroessner (1954-1989), procedió a utilizar la cláusula del derecho de acceso
a la información pública (habeas data) reconocida constitucionalmente después de la caída de
Stroessner para buscar documentación sobre las víctimas de la dictadura. La ingente cantidad
de documentación develada en una oficina de la Policía de Investigaciones —hoy conocida
como el “Archivo del Terror”— no solo contenía información sobre vigilancia, víctimas y colaboradores del régimen autoritario paraguayo, sino también sobre la cooperación represiva
transnacional entre las fuerzas armadas y de seguridad de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile,
Paraguay y Uruguay en la llamada Operación Cóndor, cuyo objetivo explícito era la eliminación de la guerrilla de izquierda y sus simpatizantes (McSherry, 2002).
Como es sabido, este fenómeno dio lugar a redes transnacionales de solidaridad con las
víctimas, los exiliados y los prisioneros, que se opusieron a las dictaduras nacionales y exigieron rendición de cuentas, verdad y justicia. Con el tiempo, esto sentó las bases para la
implementación de políticas de justicia transicional, algunas con un alcance e implicaciones transnacionales (Keck y Sikkink, 1998; Sikkink, 2011; Stites-Mor, 2013; Lessa, 2022).
Un aspecto interesante de este proceso fue que, a medida que la ola represiva autoritaria comenzó a ceder, el carácter transnacional de la represión implicó que cualquier revelación
sobre violaciones de derechos humanos—ya fuera por declaraciones de represores o por el
hallazgo de restos de desaparecidos—generaba un efecto de reverberación en los países vecinos (Sznajder y Roniger, 1999). Sin embargo, aunque las expectativas aumentaron mucho
durante la democratización, cuando los nuevos gobiernos adoptaron políticas de justicia
transicional, las democracias restauradas de América del Sur y América Central pronto tuvieron que lidiar con nuevos desafíos, entre ellos el aumento de las prácticas y operaciones
transnacionales lanzadas por los narcotraficantes y los métodos asimismo violentos de controlar su expansión.
Movimientos sociales transnacionales
América Latina ha sido escenario, de manera recurrente, de movimientos sociales con agendas transnacionales. Anteriormente mencioné el caso de los unionistas centroamericanos
de principios del siglo xx. Un caso igualmente significativo es el del chavismo de principios
del siglo xxi, cuyo impacto continental lo convirtió en puente entre varios movimientos soEl giro transnacional
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ciales en las Américas. Bajo el impulso de Hugo Chávez, sus seguidores adoptaron un credo
amorfo, global y abarcador, definido como nuestroamericano y que permitió la recreación
simbólica de una visión que unía a diversos pueblos de las Américas. Pronto, distintos movimientos sociales cultivaron vínculos fraternales más allá de las fronteras de sus respectivos
países. A través de encuentros formales y celebraciones informales, el chavismo y sus asociados movilizaron a sectores populares como base de apoyo y legitimidad. Movimientos
políticos, asociaciones estudiantiles, grupos étnico-religiosos y otros tipos de organizaciones
de la sociedad civil desarrollaron vínculos transnacionales y transcontinentales y organizaron eventos conjuntos, durante los cuales se reconocieron como parte de una tradición que
compartió íconos, símbolos e incluso el culto de héroes “nuestroamericanos”.
El chavismo proyectó su activismo social en toda América Latina. A partir de la movilización popular y la consolidación de los círculos bolivarianos en Venezuela, también
fomentó el activismo de base fuera de sus fronteras. Los chavistas encontraron puntos de
convergencia con movimientos como los zapatistas en México, el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra en Brasil, los piqueteros en Argentina y los cocaleros en Bolivia
(Roberts, 2006: 141-143). Además, su alianza con la Cuba de Fidel y Raúl Castro les proporcionó una red de activistas políticos con experiencia en la movilización en favor del
régimen cubano, tanto dentro como fuera de la región. En este contexto, el chavismo promovió una visión de la movilización popular como herramienta de legitimación política,
impulsando hacia el exterior su estrategia del “Poder Popular” y la apropiación y resignificación de la memoria histórica y regional.
Mientras buscaban la reconstrucción institucional de proyectos regionalistas y globalistas,
los chavistas también promovieron relaciones de solidaridad transnacional y formaron redes de
apoyo entre intelectuales, activistas políticos y culturales. Su llamado creciente a la movilización
de colectivos transnacionales implicó una confrontación discursiva contra las élites liberales
transnacionales del orden posterior a la Guerra Fría, así como la disposición a utilizar los ingresos nacionales venezolanos para financiar redes y audiencias fuera del país (Ayala, 2006).
El uso sistemático del concepto de Nuestramérica como estrategia de legitimación resultó
fundacional en la cumbre de Maracay en junio de 2009, cuando el alba (entonces llamada
“Alternativa Bolivariana para las Américas”), pasó a llamarse oficialmente la “Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América-Tratado de Comercio de los Pueblos”. Estas
iniciativas regionalistas multilaterales, apoyadas por numerosas organizaciones, partidos y
movimientos, ya han conducido al surgimiento de marcos de cooperación regional, incluida
la Comunidad Sudamericana de Naciones (más tarde unasur), el transformado Mercado
Común del Sur (mercosur) y la primera organización americana: la Comunidad de Estados
Latinoamericanos y Caribeños (celac) (Rivera, 2014, Wajner y Roniger, 2019). Existe espacio para el debate y la investigación sistemática sobre el papel desempeñado por diferentes
actores estatales y no estatales en esta nueva oleada de iniciativas regionalistas multilaterales.
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Conclusiones
En este artículo, he sugerido que además del análisis comparativo o la perspectiva de relaciones internacionales, consideremos la relevancia de ópticas transnacionales en la investigación
sobre América Latina. Al reconocer las dimensiones transnacionales del desarrollo histórico
latinoamericano, se evita suponer que exista una correlación fija entre residencia territorial, ciudadanía o membresía política e identidades nacionales y colectivas. La revisión de
los mencionados ejes de investigación, aunque concisa, ilustra el rico potencial de incorporar perspectivas transnacionales en los estudios latinoamericanos. Más allá de la elección
de una línea analítica adecuada para cada eje de estudio, adoptar un enfoque transnacional
permite captar el impacto de fuerzas sociales, políticas y culturales cuyas acciones, prácticas e ideas trascienden las fronteras nacionales. En muchos casos, sólo entonces el análisis
podrá contemplar plenamente la articulación de dinámicas locales y nacionales con dinámicas internacionales y globales.
Considerar las dimensiones transnacionales también fortalece los estudios de caso centrados en países y áreas subnacionales específicas. Desde esa perspectiva, se pueden identificar
dinámicas y fuerzas transnacionales que han existido en la región desde la época colonial
pero que permanecieron en gran medida ignoradas durante la era de consolidación del Estado nación, como lo ejemplificaron las luchas de los miskitu en Nicaragua. Al investigar
incorporando perspectivas transnacionales podremos examinar procesos, redes y unidades que son a la vez más grandes y pequeños que el Estado nación, es decir, por un lado, redes
transnacionales que son más amplias y expansivas al cruzar fronteras nacionales, mientras que
al mismo tiempo sus huellas se revelan en prácticas en los niveles infra-nacional y local,
en lo que las ciencias sociales han definido como dinámicas “glocales” (Robertson, 2020).
Desde esta perspectiva se lograría asimismo superar la compartimentación académica,
acercando plenamente a Brasil y el Caribe a las sociedades de habla hispana, como se ilustra en las discusiones sobre el exilio político o el papel del Foro de São Paulo y del chavismo
en el surgimiento de iniciativas regionalistas multilaterales. O bien conceptualizar teóricamente el impacto formativo de fenómenos como el exilio y las diásporas de connacionales
en el exterior. Por otra parte, una perspectiva transnacional permite resaltar procesos históricos de largo plazo que, articulados y proyectados por actores políticos, intelectuales y
activistas, han afectado a toda la región o partes de ella, con impactos que se han extendido
más allá de las fronteras de cada estado y sociedad distintos, creando tanto puentes amistosos y conflictivos entre ellos y recreando intermitentemente una sensación de conexiones
regionales bastante intensas a través de las fronteras de los estados-nación.
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Sobre el autor
Luis Roniger es sociólogo político comparativo, Catedrático Reynolds emérito de Estudios Latinoamericanos, Ciencia Política y Relaciones Internacionales en la Wake Forest
University y emérito de Sociología y Estudios Latinoamericanos en la Universidad Hebrea
de Jerusalén. Su trabajo se centra en la interfaz entre la política, la sociedad y la cultura pública. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran: (con Leonardo Senkman, Saúl
Sosnowski y Mario Sznajder) Exilio, Diáspora y Retorno: Transformaciones e impactos culturales en la Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay (2021) eudeba; Perspectivas transnacionales
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